El rápido giro del presidente Biden hacia una política migratoria más compasiva envía un mensaje poderoso, además de que ha prometido adoptar un enfoque basado en los valores e intereses nacionales (no personales), con un compromiso renovado con la democracia, los derechos humanos y el combate a la corrupción. También ha recalcado la urgencia de la lucha contra el cambio climático.
Las duras realidades que enfrenta América Latina podrían frustrar las metas y aspiraciones del nuevo gobierno de Estados Unidos en una región devastada por una altos niveles de violencia y enormes desigualdades.
La espiral descendente en la que se encuentra América Latina, la cual comenzó en 2013, ha acabado con los avances económicos y sociales logrados en la década anterior. Los gobiernos tanto de izquierda como de derecha se han quedado cortos: la clase media se ha contraído mientras que la pobreza extrema y el desempleo han aumentado, lo que ha generado descontento y agitación social. La política se ha vuelto más polarizada y confrontacional, y la satisfacción con la democracia ha caído a su nivel más bajo en décadas. Hay un clima propicio para el autoritarismo.
La pandemia, a su vez, ha revelado la debilidad de las instituciones, la corrupción arraigada en las esferas políticas y empresariales y las fallas sistémicas en los sectores de la salud, la educación y otros servicios públicos. Lo más probable es que las economías latinoamericanas no recuperen el producto interno bruto per cápita que tenían antes de la pandemia sino hasta 2025, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Muchos economistas predicen que la región podría enfrentar otra década perdida, similar o peor a las crisis de endeudamiento de los años ochenta. Lo más preocupante es que la región nunca había estado más dividida y desprovista de liderazgo. Los países se están moviendo en direcciones distintas y la cooperación entre ellos es notablemente débil.
La política estadounidense en torno a América Latina también se verá limitada por las múltiples crisis dentro de Estados Unidos que Biden ha heredado, las cuales con toda seguridad consumirán el tiempo, el capital político y la capacidad de gasto del gobierno. En materia de política exterior, Europa y Asia tendrán prioridad sobre América Latina.
Hay que reconocer que Biden no tardó en dejar claro que sus políticas para América Latina serán significativamente distintas a las de su predecesor. La suspensión de la construcción del muro fronterizo, los cambios en las normas del proceso de asilo, la reunificación de las familias que fueron cruelmente separadas y otras reformas migratorias propuestas serán aclamadas en toda la región.
Los primeros indicios de nuevos enfoques con respecto a Venezuela y Cuba también son alentadores. En cuanto a Venezuela, se espera una diplomacia pragmática, en la que Estados Unidos vuelva a unir esfuerzos con Europa para promover negociaciones serias. En lo referente a Cuba, parece más probable que se avance hacia un mayor compromiso estadounidense, al estilo del deshielo del gobierno de Barack Obama en 2015. Las amenazas y las sanciones estrictas contra ambos países —en aras de proyectar dureza— han resultado ser contraproducentes y dañinas para los ciudadanos de a pie.
Será difícil que el gobierno de Biden encuentre aliados dispuestos a unirse a sus esfuerzos para generar el impulso necesario para defender la democracia en América Latina. Algunos gobiernos latinoamericanos estaban contentos de que Donald Trump les diera carta blanca en los asuntos relacionados con la democracia y los derechos humanos. En los últimos cuatro años, la palabra “cooperación” ha significado adaptarse a las demandas de Estados Unidos, sobre todo en materia de migración. En nombre del no intervencionismo y la soberanía nacional, es probable que estos gobiernos se resistan si la gestión de Biden asume posturas públicas firmes con respecto a la corrupción de las fuerzas militares en México, por ejemplo, a la deforestación de la selva tropical en Brasil o a los asesinatos de líderes sociales en Colombia.
Los últimos cuatro años, que culminaron con el asalto al Capitolio el 6 de enero, han debilitado la autoridad moral de Estados Unidos como guardián de la democracia. Biden tiene un largo camino que recorrer para demostrar que Trump fue una anomalía y que el país es un aliado creíble y confiable en materia de derechos humanos y democracia. Tendrá que adoptar un enfoque congruente con todos los gobiernos de la región, ya sean de izquierda o derecha, incluso si están dispuestos a alinearse con Estados Unidos en otros temas. Si el gobierno de Biden promueve el trato justo a los inmigrantes y atiende con seriedad los problemas de desigualdad y racismo de Estados Unidos, podría posicionarse mejor en estos temas.
Al mismo tiempo, el gobierno entrante debería alejarse de los intentos de Trump por satanizar a China o describir su creciente influencia en América Latina casi en términos de una guerra fría. Más bien, Biden debería cumplir su promesa de fortalecer la capacidad de Estados Unidos para competir de manera eficaz en la región. Debe enfatizar la necesidad de incrementar el comercio, la asistencia y la inversión privada en América Latina.
En particular, a Biden le preocupan los países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras y El Salvador, que son la fuente principal de migración ilegal hacia Estados Unidos. Como vicepresidente, fue el arquitecto de la iniciativa de cooperación Alianza para la Prosperidad, y como presidente ha propuesto un paquete de 4000 millones de dólares para atender las causas económicas, de seguridad y de gobernanza de la migración.
La idea es admirable, pero la corrupción es endémica en estos países, lo cual dificultaría la ejecución de un plan tan ambicioso.
Dados los desafíos que enfrentan las políticas de Estados Unidos para América Latina, lo más sensato es enfocarse en unos cuantos objetivos modestos y razonables. Para el gobierno de Biden, la máxima prioridad es la situación devastadora en que se encuentra Estados Unidos. Pero para anunciar que el enfoque del país ya no es “Estados Unidos primero”, la cooperación en la pandemia, más que cualquier otra cosa, será fundamental.
Estados Unidos ha vuelto a la Organización Mundial de la Salud y a COVAX, una iniciativa global para garantizar el acceso a las vacunas contra la COVID-19. Ahora, el gobierno de Biden debería considerar emprender un proyecto serio para ayudar a las naciones latinoamericanas a acabar con la pandemia y apoyar una recuperación económica con justicia social. Una primera medida crucial sería brindar ayuda financiera y logística para asegurar el suministro necesario de vacunas, así como para contribuir a garantizar que se distribuyan de manera generalizada y que lleguen a las poblaciones más vulnerables.
Nada sería más útil para restaurar y renovar las alianzas de Estados Unidos con el resto del continente americano.
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